La pesadilla africana que amenaza a España
miércoles 25 de noviembre de 2020, 11:23h
El presidente Sánchez y la ministra González Laya intentan que Europa asuma una parte del grave problema que España tiene con la inmigración. No se han producido todavía los enfrentamientos que ocurren en Francia o Alemania pero cada vez están más cerca. A la existencia de barrios enteros en las grandes ciudades como Madrid dominados por bandas y clanes de Iberomérica y Europa del Este, se suma este año la avalancha de cayucos procedentes con las costas de Africa. Una nueva y dura pesadilla.
No llegan con banderas, ni con armas, ni está al frente un caudillo como Tarik hace mil trescientos años, ni vienen dispuestos a conquistar Algeciras como hicieron los 9000 soldados que partieron de Tanger el ver como se desintegraban los reinos visigodos en España, pero el sueño de El Andalus está en la mente de los auténticos organizadores de esa riada de hombres, mujeres y niños. Mezclada con la pandemia del Covid 19 y la gigantesca crisis económica, el coctel resultante es explosivo.
Representan una invasión y se han convertido en un grave problema, sobre todo en Canarias. De las pateras de hace 25 años se ha pasado a los cayucos capaces de navegar más de mil kilómetros durante quince días. Cuando termine el próximo diciembre nuestro país contará con más de 30.000 personas en situación ilegal.
Sin contar los saltos a las vallas de Ceuta y Melilla en los últimos cinco años han llegado a España 120.000 emigrantes ilegales provenientes de los puertos del sur del Sahara occidental, de Mauritania y del norte costero de Senegal. Al ritmo de las últimas semanas cuando termine 2020 habrán atravesado los mil o mil quinientos kilómetros que separan esas costas africanas de las Islas Canarias más de 30.000 personas. Es una invasión sin armas a la vista, la invasión del hambre y el miedo que en poco o en nada se parece a la que el 28 de agosto de 1994 inauguraron dos jóvenes marropuíes de 24 años llegando a Fuerteventura.
La invasión invisible
Hasta ese año, 2006 presentaba la cifra record de pateras y emigrantes con 31.678 personas, a una media de 88 diarios. Ahora la media ya alcanza los 300, con siete veces más que en 2019.Alojados en los vacios hoteles de las islas, los emigrantes han colapsado la capacidad del gobierno canario, cuyo presidente, Angel Victor Torres, ha lanzado un mensaje desesperado de ayuda a Pedro Sánchez, con el juez tutelar del Centro de Acogida en el puerto de Arguineguín se “ siente abochornado” por el espectáculo que presencia cada día.
La emigración no aparece en los puestos de honor de las preocupaciones de los españoles, sumergidos como estamos en la doble crisis económica y sanitaria. Y ya es un problema que va a crecer y crecer, no sólo a nivel de coexistencia, también a nivel de seguridad y ruptura de las características sociales y culturales de los últimos quinientos años.
Desde el sur del Sahara hasta las costas de Senegal ya existe un gigantesco frente de combate en el que el miedo y la miseria se mezclan con las mafias de la emigración y las relaciones geopolíticas de tres países y un Frente de LIberación con España: Marruecos, de nuevo en lucha con el Frente Polisario o la República Arabe Saharaui Democrática, Mauritania y Senegal, el ultimo en llegar a este desigual combate.
Mientras el Rey de Marruecos, Mohamed VI, ha aprovechado el último golpe militar entre generales en Mauritania, con la llegada al poder de Mohamed Ould Ghazouani, para atacar a las milicias de Brahim Ghali, justo en la frontera entre los dos países, desde el puerto de Saint Louis, en Senegal, salían los nuevos cayucos que se unen en este 2020 a la flota de la emigración ilegal que llega a las costas de Canarias.
Parten sobre todo de dos puertos, los de Nuadibú y Saint Louis, con total conocimiento y permiso de las autoridades. Son la punta de lanza de una invasión planificada. De representar un problema de ayuda humanitaria, han pasado a convertirse en un peligro a plazo fijo para España y para Europa.
En busca del Paraíso
Nada tienen en común con sus antecesores en la huída del Continente africano. Aquellos afrontaban la muerte en el mar llevados por la desesperación y la falta de un futuro para ellos y sus familias. Arrostraban la travesía de las escasas millas que separan ambas costas. Hombres, mujeres y niños que huían del hambre y que llegaban a las playas de Andalucía y Levante sin fuerzas para andar.
Venían en busca del Paraíso europeo. Aquí, en su flanco sur, había comida, asistencia sanitaria, y en el peor de los casos, aún teniendo que sobrevivir vendiendo en los paseos y en las playas los bolsos y camisetas falsos de las grandes marcas, ese día a día era mucho mejor que el que les ofrecía su país de origen.
Ya no son los desesperados a los que las concertinas de arena del Sahara les intentaban impiden subir hacia el Mediterráneo desde los suburbios de Bamako, Niamey o Djamena. Hombres, mujeres y niños que se atrevían con el desierto más grande del mundo en busca del Paraíso europeo.
Era una huída del hambre con mayúscula, de la guerra, de las enfermedades y lo hacían con unos pocos dólares en los bolsillos, los justos para pagarse un asiento húmedo y frío en una patera o para sobrevivir unas semanas mirando los seis metros de una alambrada cosida con diminutas cuchillas de acero que les abrirán las carnes como un tributo a sus ansias de libertad.
Libertad para conseguir un futuro, libertad para encontrar un trabajo, libertad para que sus hijos no fueran devorados por la enfermedad y el hambre. Se ponían un hatillo al hombro y descalzos o con las sandalias gastadas por miles de horas caminando por los secarrales y las dunas que unen Marruecos con Mauritania, Malí, Chad y Níger comenzaban la conquista de su propio e inexistente " El Dorado".
Llegaban a Melilla tras recorrer más de 4.000 kilómetros y miraban al mar. Ciento setenta, doscientos esfuerzos más y podrían comer todos los días y beber agua sin contaminar; ir a un hospital y parir a sus hijos. Vender pañuelos de firma falsos y gafas de firma falsas y bolsos de firma falsos en las playas o en las calles de las grandes ciudades antes de que la policía se los arrebatara para volver a empezar. Podían buscar un mal trabajo, mal pagado, en los campos de plástico de Almería, que la construcción ya no existe. Y vivir en tiendas de campaña o en pisos patera pero vivir.
Entre la pandemia y el hambre
Sus sueños, ahora y con la pandemia de Covid como acelerador de sus males, se desvanecen entre las ruinas de una sociedad del bienestar que desaparece arrastrada por las sucesivas tormentas de una crisis financiera organizada, creada y explotada por los mismos que cogieron el cartabón y diseñaron un Continente imposible. Por eso, ya no vemos a niños y mujeres bajando de los cayucos, ya no son los pasajeros de las pateras. Llegan jóvenes dispuestos a pelear por su propio lugar en la mesa.
Si Europa les tenía miedo, de la misma manera que se lo tiene a los que son como ellos pero con otro color en sus caras, ese miedo, esa desconfianza, se ha agravado por el miedo a los contagios, pero sobre todo por el miedo a la religión y la forma de ver el mundo que les acompaña. Un reportaje de la televisión alemana en colegios de ese país con mayoría de estudiantes de religión árabe demostraba que la integración cultural, pese a haber nacido en ese país, se demostraba imposible.
A los que llegan por mar a las costas españolas e italianas, y a los que cruzan las fronteras invisibles desde los viejos suburbios de Bucarest, Sofía o Tiran, allí, durante unas decenas de años, les hablaron de otro Paraíso hasta que se derrumbó el cartón piedra en el que estaba pintado. Otra Europa que se hizo con tanques y firmas de papel tras dejar que murieran millones de personas, que se destruyeran ciudades y que el hambre de buscar en los campos y en las tiendas unas lentejas con piedras y bichos fuera una de las tareas obligadas cada día en las casas de los perdedores.
Recorren las mismas rutas que se crearon hace mil años. Sus pasos componen la misma melodía del acordeón de la miseria. Sus manos aprietan los mismos botones de las concertinas que ya tocaban los abuelos de los abuelos de sus abuelos. Pueden contar la misma historia de parecidas violencias. Estaban y están dispuestos a pagar un precio por vivir en los suburbios del Paraíso, para alimentar con su sudor y sus esperanzas las fiestas de los otros, de los que aparecen en la televisión y en las revistas pagando ellos mismos su propio tributo.
Ahora ya no se les quiere en los sótanos de la civilizada Europa. Se han convertido en materia desechable, en una enzima que dificulta la digestión de la crisis económica. Su papel, sus trabajos, sus sueldos tienen otros destinatarios que no tienen el color negro en la piel, ni han atravesado desiertos, ni vivieron en el perdido y falso Paraíso oriental de la otra media Europa. Ya no son la mano de obra barata, ya no hacen los trabajos que nadie quiere, ya no son los únicos que acuden a los comedores sociales o tienen que ver como sus hijos se alimentan gracias a la solidaridad de los que viven a su alrededor. Se han convertido en competidores, pugnan por la misma supervivencia, pelean por el mismo futuro. Por eso, los guardianes del orden, de su orden, emiten un bando de cuatro palabras escritas en rojo y negro: Prohibido viajar al Paraíso.