Han pasado 47 años. Era la primavera verano de 1990 y la editorial “Temas de Hoy” me había pedido escribir sobre la lucha por el poder dentro del PSOE entre el sector liberal que representaban los ministros Boyer, Carlos Solchaga, Carlos Bustelo y Narcís Serra, con banqueros como Claudio Boada, José María Amusátegui o Manuel de la Concha; y el sector “guerrista” del PSOE que, encabezado por el entonces vicepresidente Alfonso Guerra, quería poner coto a las influencias financieras y al poder empresarial que representaban el gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, y una constelación de apellidos históricos que Iban de los hermanos Marcha, a los Cortina, Alcocer, López de Letona, Entrecanales y Guasch. Con ilustres sagas de abogados y de magistrados y jueces por medio.
Durante unos meses me dedique a mirar declaraciones, documentar fechas y puestos en las principales empresas y bancos hasta hacerme una idea bastante exacta de la prodigiosa tela de araña que envuelve apoderado y por la que se mueven los más agresivos e inteligentes de los arácnidos de la fauna hispana. Mi principal “ fuente” de información fue Miguel Boyer, horas y horas de conversación en su despacho y en la casa que ya compartía con Isabel Preysler tras la separación de éste del marqués de Griñón. Allí, entre los números de la economía y la hacienda nacionales me encontré al hombre enamorado, a Mila persona que dejó todo el poder que tenía por el amor de una mujer, hasta el punto de que se le humedecían los ojos al nombrarla. Miguel amaba con pasión a Isabel, sentía devoción por Isabel, desde el principio, cuando se conocieron durante uno de aquellos almuerzos con lentejas que organizaba Mona Jimenez. Había una guerra dentro del PSOE y había una guerra dentro de la derecha, que había perdido el poder y que tardaría aún varios años para recuperarlo de la mano de un presidente llegado al liderazgo del Partido Popular desde la Junta de Castilla y León. Esa es otra historia.
De las muchas mañanas que pasamos juntos, cuando ya sus aspiraciones a convertirse en presidente del Gobierno habían desaparecido y la operación político/financiera para convertirlo en el primer banquero de España a través de la fusión del Banco Central con Banesto - los dos grandes de aquellos años - había fracasado y algunos de los “conspiradores” se enfrentaban a juicios y penas de cárcel, recuerdo una muy especial, una de las últimas. Mientras nos reíamos de las noticias falsas sobre supuestos suicidios que le colocaban de protagonista y que llenaban los medios de comunicación de esa última década del siglo pasado, sentados frente a frente en el despacho que “Los Albertos” le habían puesto en el Paseo de la Castellana, como puente de mando en su peculiar asalto al poder, Miguel Boyer reconoció, sin amargura por la decisión, pero si con la reflexión y análisis de su error, que se había equivocado. “El poder - me dijo ya con el gesto serio - nunca se abandona, te lo tienen que quitar”. Hablaba el político, hablaba el intelectual, hablaba el hombre que por amor no había resistido a las presiones de los medios de comunicación y de sus adversarios políticos y había presentado su dimisión irrevocable al presidente Felipe González. Apostó por el todo o nada. Perdió, aunque luego fuesen perdiendo uno a uno todos los que se creyeron vencedores, empezando por su gran enemigo Alfonso Guerra. A los dos, al bi ministro y al vicepresidente apenas tardaron 48 horas en abandonarles muchos de los que les habían jurado lealtad eterna. Es la factura que pasa el poder a aquellos que lo pierden.
Miguel Boyer se marchó del Gobierno, dimitió por ambición y mal cálculo de su poder real dentro del socialismo pese a la larga lista de apoyos financieros, económicos y jurídicos que tenía a su favor, pero sobre todo dimitió por el amor a Isabel. Sin la pasión que sentía por ella, sin aquellas l´ñagrima am punto de salir de sus ojos cuando recordaba el baile a la luz de la luna en el chalet que Manolo Guarch y Margarita Vega tenían en la madrileña localidad de San Agustín de Guadalix, con el jardín jardín apenas iluminado, los brazos de Isabel rodeando su cuello, los de él sujetando con firmeza su cintura, lejos del mundo, de los amigos que contemplan la escena. Es 4 de julio de 1984 y todos los que en ese momento creen tener a España bajo control han estado en la embajada norteamericana, al final de la calle Serrano. Las barras y la estrellas como sempiternos comañeros de viaje.