Ni el actual presidente del Gobierno en funciones, ni el presidente del PP y mucho menos el Rey Felipe pueden permitir que la presidencia del Congreso la ocupe alguien ajeno a alguno de los dos grandes partidos que llevan 40 años estructurando, Legislatura tras Legislatura, la vida política española. La persona que ocupa ese puesto es la tercera en orden de importancia del país, y tiene una función única y de máxima importancia: tiene que acordar con el Monarca los tiempos de las posibles investiduras o los tiempos de la futura y necesaria convocatoria electoral. Ni más, ni menos.
La presidencia y la Mesa del Congreso son esenciales tras los resultados del 23J y lo lógico, viendo las alianzas que se están produciendo, es que el sucesor o sucesora de Meritxell Batet sea un parlamentario del PSOE pero sobre todo que sea de máxima confianza y la mayor lealtad a Pedro Sánchez. Los otros ocho miembros de la Mesa son importantes, pero en un segundo plano. Lo más sensato y democrático sería reflejar en ese pequeño grupo los resultados de las urnas y las mayorías que se produzcan en la Cámara.
Cuatro vicepresidencias, de las cuales una será para los socialistas, otra para los populares, otra para Sumar, con la consiguiente pelea interna entre Yolanda Díaz y los representantes de Podemos, y aquí aparece la primera de las grandes dudas: ¿se dejará fuera al tercer partido más votado en las urnas? Puede que sí y que ese cuarto puesto vaya a parar a manos de un nacionalista, con más probabilidades de que sea catalán que vasco, simplemente por los votos parlamentarios que representan, catorce al lado de Barcelona, diez al lado de Vitoria.
Para elegir a los cuatro secretarios generales aparecen los mismos problemas. Habrá que darles a los nacionalistas - a los que no hayan conseguido una vicepresidencia - un puesto. De los tres restantes, uno lo querrá Sumar, otro lo querrá el PP, el PSOE no estará en principio dispuesto a "sacrificar" el suyo y es posible que ese premio de consolación vaya a parar al partido de Santiago Abascal.
Si el PSOE de Sánchez o el PP de Feijóo consiguen articular una mayoría absoluta, se acabaron los problemas y la Legislatura comenzará su andadura. Si fracasan en su doble intento, una espera de dos meses y de nuevo los españoles a las urnas, pero y si ninguno quiere intentarlo, y si ni Sánchez, ni Feijóo se atreven a presentarse ante la perspectiva de que los siete votos que controla desde la distancia Carles Puigdemont se mantengan en el no para los dos. Entraríamos en el mismo tiempo muerto en el que entró Mariano Rajoy entre el final de 2015 y la primavera de 2016, o en el que entró el propio Pedro Sánchez en 2019. En el primer caso el gobierno en funciones duró seis meses; en el segundo se mantuvo durante siete. Estaríamos en 2024, un año muy complejo en el plano electoral.
El super junio nos amenaza a todos. En ese mes, en la primera semana, habrá elecciones europeas, elecciones vascas y elecciones gallegas, con toda la presión que esos comicios ya están ejerciendo en las negociaciones en el Congreso. Hasta es posible que se puedan adelantar en un año las elecciones en Cataluña. Durante ese tiempo, la presidencia del Congreso será la piedra angular de todas y cada una de las negociaciones, posibilidades y soluciones. Hasta de la más inverosímil: que no se disuelvan las Cortes, que el Rey sin la aprobación de esa presidencia no pueda aplicar el artículo de la Constitución que contempla esa hipótesis, pero que no la desarrolla, al igual que no lo ha hecho con otros "agujeros" que presenta la Carta Magna de 1978, y que el Gobierno en funciones se alargue hasta hacer coincidir todas las elecciones en la misma fecha. No ha pasado nunca en España en estos 45 años de democracia, pero es posible y para comprobar que no sería algo inédito en Europa basta con mirar lo ocurrido en Bélgica, desde le hicieron esperar al también Rey Felipe casi dos años para que le presentaran una mayoría parlamentaria formada por siete formaciones y en la que, curiosamente, no estaba el partido que había ganado las elecciones.