Joaquín ABAD | Miércoles 20 de abril de 2016
En los comienzos del siglo me tocó visitar el 701 Brickell Avenue, un suntuoso edificio en el corazón de Miami donde se ubicaban la mayoría de entidades bancarias que operaban con licencia bancaria del estado de La Florida. Los abogados que gestionaban una de las mercantiles de la que era CEO, ya saben, jefe de cocina, me indicaron que abriera cuenta en el Banco de Sabadell, que tenía licencia como banco estadounidense y eran gestores muy eficaces.
En una de las visitas a dicha entidad que se ubicaba en el edificio, decidí conocer a los responsables de Caja Madrid en Miami. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme con unos empleados que parecían no tenían nada que hacer y que me informaron que sólo estaban para ayudar a algún recomendado que necesitara llevar dinero a Panamá o cualquier paraíso fiscal.
Luego, entrando en confianza, me dijeron que, en realidad, su misión era atender a Miguel Blesa y sus acompañantes cada vez que tenía a bien cruzar el charco y pasar unos días, o semanas, en la capital de Florida.
Entre las funciones de los empleados de tan singular sucursal estaba cuidar de que el chalé, de casi mil seiscientos metros cuadrados, comprado por Caja Madrid en una lujosa urbanización de Cayo Vizcaíno, estuviese bien abastecido y otras laboras más impropias… ya que se organizaban fiestas y cócteles para los invitados de postín que acudían convocados por Miguel Blesa, algunos en sus propios yates que atracaban en alguno de los cinco amarres de que disponía la vivienda, muy al estilo de la de Julio Iglesias.
El contraste con otras oficinas bancarias con sede en el edificio era brutal. Mientras los siervos de Miguel Blesa se dedicaban a la vida contemplativa, en otros despachos se respiraba eficacia.
Una vergüenza, oiga.
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