Enrique MONTÁNCHEZ | Domingo 13 de diciembre de 2015
Catorce años después de que las tropas españolas llegasen en enero de 2002 al convulso país asiático, Afganistán sigue siendo un quebradero de cabeza para España y sus sucesivos gobiernos. La maldición afgana se volvió a materializar con el salvaje asalto a la embajada de España en Kabul que causó la muerte de dos policías nacionales.
El atentado talibán del viernes 13 de diciembre contra la embajada en Kabul en el que resultaron muertos dos policías nacionales, del grupo de diez que protegían la legación diplomática, es la muestra palpable de que España sigue en el punto de mira del islamismo yihadista en todas sus variantes, llámense talibanes, Estado Islámico, Al Qaeda o Al Nusra, y en todos los lugares por lejanos que sean.
Mariano Rajoy, en un mitin electoral en Orihuela (Alicante), quiso escurrir el bulto, de forma vergonzante, al afirmar que el atentado no era un ataque contra la embajada española y que un policía estaba herido leve. Un impulso pueril para tapar la verdad que se reveló en toda su crudeza apenas unas horas después.
Como se ha escrito estos días, el atentado ha colocado a Rajoy en la primera línea de desgaste (situación que no afecta a ninguno de sus contrincantes) y ha alterado la estrategia del jefe de campaña, Jorge Moragas, de mantener al líder popular apartado de cualquier situación delicada.
Y lo que es más grave aún: los talibanes, a casi 6.300 kilómetros de distancia de Madrid, han puesto de manifiesto la escasa competencia de Rajoy para abordar situaciones extremas por sí mismo.
¿Qué temía el candidato popular, que el ataque talibán en plena campaña le arrebatase miles de votos? ¿Espera el Gobierno más atentados?
Dos enseñanzas se extraen, muy a pesar de Moncloa, de las muertes de dos servidores públicos en Kabul:
La primera, que el atentado estaría en relación con las nuevas amenazas yihadistas contra España de los últimos meses. Y la segunda, que las instalaciones de la embajada no estaban a la altura de lo que se espera ha de ser la sede diplomática de uno de los países más amenazados del mundo.
Las dependencias estaban a diez metros de la endeble tapia perimetral de ladrillo que rodea el recinto y sin la protección de un alto muro de hormigón contra coches bomba. Las terrazas tocaban casi con la tapia exterior. Los despachos no estaban resguardados, carecían de muros reforzados y de ventanas blindadas, con las mesas de trabajo junto a ventanales y terrazas.
Y el mayor despropósito: el motor eléctrico que movía la puerta metálica de entrada -no blindada- llevaba roto hace meses, por lo que los policías cada vez que entraban en la legación debían bajarse del vehículo y empujar la puerta con la espalda mientras apuntaban con su arma de frente por si en ese momento eran atacados.
En suma, unas instalaciones propias de un país tercermundista.
Basta ver los vídeos de cómo quedó tras la explosión el interior del complejo, formado por tres edificios (embajada, consulado y residencia del personal), para plantearse si no habría que cesar de inmediato a los responsables de los ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores encargados de evaluar el riesgo de la legación diplomática.
A los españoles nos gustaría ver cómo es la seguridad en las embajadas de Estados Unidos, Reino Unido, Alemania o Francia en Kabul y el esfuerzo de esos países para proteger el trabajo de sus funcionarios.
El testimonio de uno de los policías que ha sobrevivido al ataque talibán es esclarecedor: “Lo que hemos vivido aquí es culpa de mucha gente. La embajada estaba aislada en la peor zona de la ciudad y sin seguridad alguna”.
Efectivamente, nunca hubo ni intención política ni dinero para trasladar la embajada a la denominada “Green Zone”, el área de máxima seguridad donde se encuentran la mayoría de las representaciones diplomáticas.
Los talibanes sabían que la representación española era un “objetivo fácil” y fueron a por él en el momento oportuno. España sigue presente militarmente en Afganistán con la misión “Resolute Support” (Apoyo Decidido), que sustituyó el pasado 1 de enero a la operación de la ISAF liderada por la OTAN.
Una treintena de militares españoles están destinados en el Cuartel General de “Resolute Support” de Kabul junto a los de otras nacionalidades que integran la misión en la superprotegida “Green Zone”.
Tras el ataque la embajada ha quedado en ruinas. Es el momento de que el nuevo Gobierno que surja del 20-D decida poner la representación española en Afganistán a la altura del resto de los países de nuestro entorno.
Afganistán es el país en guerra contra el terrorismo que se ha cobrado el mayor número de vidas españolas: 102 (los dos policías, 97 militares, dos guardias civiles y un traductor de nacionalidad española).
Respecto a España, las amenazas de los grupos yihadistas se han redoblado en los últimos meses debido a dos motivos: la oleada de detenciones de células islamistas y nuestra pertenencia a la coalición internacional que lucha contra el Estado Islámico o Daesh.
Desde enero pasado han sido detenidas 74 personas acusadas de formar parte de redes yihadistas. 2015 se cerrará como el año con mayor número de desarticulaciones de células que preparaban atentados o reclutaban combatientes para luchar en Siria.
La eficaz labor de Guardia Civil y Policía Nacional contra el islamismo radical en España ha hecho mella en los dirigentes de los movimientos yihadistas.
Así, Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) efectuó recientemente un llamamiento, a través de uno de sus jefes, a los musulmanes de España para unirse a la yihad.
También el Estado Islámico nos tiene en su punto de mira para que Al-Andalus forme parte del Califato autoproclamado por Abu Bakr al-Baghdadi. AQMI y Daesh se han extendido en Libia y Sahel, zona esta última de interés estratégico para España.
Poco esfuerzo le habría costado a Mariano Rajoy no precipitarse sin tener contrastados los datos de lo que había sucedido en Kabul, y reconocer abiertamente que la lucha contra el terrorismo yihadista exige dolorosos sacrificios a todas las naciones involucradas en ella.
En situaciones como la vivida el viernes, la contienda partidista y la carrera por los votos deben pasar a un segundo plano. Lo contrario es, cuanto menos, políticamente mezquino.
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