Desde siempre hemos conocido, por lo menos los periodistas, que el Borbón ejercía como tal y no había señora que se le resistiera.
Incluso desde que Botín le abriera una cuenta corriente con un millón de pesetas, cuando era príncipe.
Luego, en la democracia, Suárez le asignó una comisión por cada barril de petróleo importado de países árabes.
Y ahí comenzó la avaricia. Sí, la avaricia de intentar cobrar mordidas, a través de Manolo Prado, de todas las gestiones que realizaba.
Porque las gestiones de Juan Carlos eran éxito asegurado. Llegaba a lo más alto del escalafón y representaba su papel a las mil maravillas. Un auténtico vendedor de España, de nuestros hoteles, de nuestras empresas constructoras...
El problema, como todos los borbones, es que para ellos no hay fronteras y depositan el dinero en el bancos de Suiza, de Panamá o de donde se le ocurra al último contable de sus ganancias extraoficiales.
Ahora parece que nos hemos quitado la venda y vemos lo que durante años no mirábamos. Porque era público que Juan Carlos cobraba comisiones y por supuesto no las declaraba a la hacienda española. Sí, claro, un mal ejemplo.
Pero de ahí a que el amigo de dictaduras y narco estados, Pablo Iglesias, pretenda nada menos que sea expulsado de Zarzuela por su propio hijo es demasiado.
A Felipe, que es todo un ejemplo de mesura y equilibrio, no se le puede exigir que eche a su propio padre de donde ha vivido toda su vida.
Lo que pretende el vicepresidente amigo, a sueldo, del régimen iraní es acabar con la monarquía para instaurar una nueva república, y si puede ser, comunista y bolivariana, claro.