En 1974 se desató un escándalo cuando el bailarín español más internacional fue encarcelado por blasfemar. El Código Penal vigente conserva reminiscencias franquistas camufladas en torno a la blasfemia.
El 4 de diciembre de 1972, Antonio Ruiz Soler, más conocido como Antonio el Bailarín (1926-1996), coreógrafo de talla internacional, considerado uno de los mejores bailarines del mundo, rodaba en Arcos de la Frontera (Cádiz) la adaptación televisiva El sombrero de tres picos, obra de Pedro Antonio de Alarcón con música de Manuel Falla, versionada por Valerio Lazarov para RTVE. Ayala, el ayudante del artista, informó al artista que uno de los bailarines se había marchado y otras dos figurinistas no asistieron al rodaje por el frío que pasaron el día anterior en la plaza del Cabildo. Había que improvisar con gente del pueblo, enseñarles unos pasos, volver a ensayar y repetirlo todo. Con los nervios a flor de piel, Antonio, estalla: “¡Me cago en los muertos de Cristo!”. Escandalizado, el cabo de la policía municipal fue con el cuento al juez instructor, que ordenó su detención acusándole de un delito de blasfemia. La noticia del proceso al artista corrió como la pólvora y el escándalo traspasó las fronteras. Meses después se celebró el juicio y el abogado del bailarín, urdió la inverosímil excusa de que el chófer del artista, que se llamaba Cristóbal, era conocido en su casa como Cristo, de ahí que se refiriese a los difuntos de aquel Cristo, y no del Altísimo, es decir, una lamentable confusión. Pero no coló, y, finalmente, fue condenado a dos meses de arresto y a una multa de 10.000 pesetas.
Ingresó en la prisión local de Arcos de la Frontera el 21 de marzo de 1974, pena que no pudo eludir por un absurdo antecedente en Zaragoza, en 1959. En aquella ocasión, un lacero de la perrera municipal se llevó a su perrita Soleá en las proximidades de su casa. Amante de los animales, y profundamente indignado, Antonio se dirigió a la perrera y montó un altercado para liberar al animal.
La compositora Fina Calderón, en su libro Los pasos que no regresan (Huerga y Fierro, 2004, p. 245), recoge las múltiples gestiones que tuvo que realizar para sacar al bailarín de la cárcel.
Una noche me llamó casi llorando Mona Ratib, representante de Antonio el bailarín, porque el artista estaba preso en la cárcel de Arcos de la Frontera. Telefoneé al día siguiente el Director General de Prisiones, también al padre Polo, un sacerdote que ejercía su labor pastoral entre los artistas, y al padre Félix García, que colaboraba en el diario ABC, en busca de ayuda para liberarlo. ¿Cómo era posible que un bailarín de su categoría, que había llevado el nombre de España por todo el mundo, sufriera aquella ignominiosa detención? Telefoneé a Antolín de Santiago –gobernador de Cádiz- que, aunque muy amable, no estaba dispuesto a soltar al preso porque alegaba que era cosa del juez de Arcos. En vista de esto, llamé a los embajadores de Italia, Venezuela e Inglaterra para que ofrecieran asilo político al bailarín en caso de que saliera de la cárcel, algo que publicó el ABC. (…) Propuse a mi marido viajar hasta Arcos de la Frontera. Tomamos un avión hasta Sevilla y luego alquilamos un coche. Una vez en Arcos, acudí en primer lugar a los tres párrocos de la ciudad y traté de visitar a Antonio en la cárcel, pero no me dejaron; alegaban que era necesario el permiso del juez. Pregunté dónde vivía y allí me encaminé seguida de toda la gente que me conocía por mi participación en los festivales de España de aquella época.
Por entonces, cagarse en Dios o en su Santa Madre, estaba penado con arresto mayor de entre uno y seis meses de prisión —a discreción del juez—, y multa de entre 5.000 a 25.000 pesetas. Así lo recogía el texto refundido del Código Penal de 1973, redactado por tecnócratas del Opus Dei, que, para ofensas religiosas, era más riguroso, incluso, que el texto de 1944, en plena posguerra. Antonio era el único preso que había en Arcos de la Frontera y el escándalo trascendió a la opinión pública internacional. Fina Calderón, empeñada en liberarlo y evitar que aquella situación menoscabara su reputación artística, se plantó delante del juez y le metió el miedo en el cuerpo: “No sabe usted los problemas que está causándole a Su Excelencia el Jefe del Estado por tener preso a un representante de España por el mundo”. Aquellas palabras surtieron el efecto esperado, porque lo que menos deseaba el instructor era indisponerse con Franco. Así pues, el mismo juez acompañó a Fina a la cárcel y le autorizó ciertas comodidades. “Fuimos a buscarle comida y le llevamos caviar y whisky”, recuerda la compositora.
A su regreso a Madrid, Fina Calderón una carta al general Franco solicitando la gracia del indulto, que le fue entregada por mediación de Ricardo Catoira, uno de sus secretarios. Si bien el dictador sentía admiración por la trayectoria de Antonio, siendo su bailarín predilecto, en El Pardo se le guardan ciertas reticencias por considerarlo un rojillo después de la publicación de una foto suya en la plaza Roja de Moscú, y por la medalla que la Escuela de Danza de la capital soviética le concedió en 1966. No era una figura cómoda para el régimen por considerar que llevaba una vida libertina, con sus devaneos sexuales y, ahora, la blasfemia. Pese a todo, Franco decidió indultarle para salvar la imagen del régimen, y solo permaneció en prisión quince días. Si bien, fue condición que pidiera perdón público en la Iglesia. Cosa que hizo gustoso ante la Virgen María, madre del ofendido. Previamente habían sido convocadas las cámaras de RTVE, a fin de divulgar la devoción del arrepentido, la indulgencia de Dios y la clemencia de un Generalísimo timonel de la Santa Cruzada. De paso, para que los futuros blasfemos pusieran sus barbas a remojar. Fue tal el tirón mediático del caso que, aquel mismo año, se publicó el libro Antonio, mi diario en la cárcel (G. del Toro, 1974) que, en realidad, fue escrito por el periodista Jesús María Amilibia por encargo del editor.
Durante el feudalismo, la blasfemia se castigaba con mordaza, paseando al reo con la lengua atada a un palo. Otras veces se le perforaba con un clavo o simplemente se le amputaba. Desde la Edad Media, la blasfemia fue un delito en España, tanto en la jurisdicción civil como en la eclesiástica e inquisitorial, hasta 1978 en que fue sustituida por “ofensas a la religión”.
Posteriormente sería suprimida como delito con la Ley Orgánica 5/1988 de 9 de junio, que derogó varios artículos del viejo Código Penal franquista. El gobierno socialista, promotor de dicha ley, consideraba que un estado aconfesional no debía castigar expresiones religiosas que se encuadran en la libertad de expresión que la misma Constitución garantiza. Sin embargo, en el Código Penal de 1995, anunciado como el “código penal de la democracia”, vigente en la actualidad, aún perduran viejas reminiscencias exigidas por la Iglesia Católica en torno a la moral religiosa. Eso sí, maquilladas bajo la tipología de escarnio y el epígrafe “delitos contra la libertad de conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos” (artículos del 522 al 526). El artículo 525 castiga con pena de multa de 8 a 12 meses a “quienes, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”. Soberano anacronismo heredero del viejo artículo 209 del código franquista de 1973. Su ambigua redacción deja al arbitrio judicial un amplio abanico de conductas que invaden el espacio de la opinión pública, la libertad de expresión, la sátira e incluso la creación artística, que hacen prácticamente imposible distinguirlo del antiguo delito de blasfemia. Esto es incomprensible en un estado de Derecho aconfesional.
El cantante Javier Krahe sería procesado por un video de pocos segundos grabado en su casa en 1977 y emitido en Canal Plus en 2004 en el que, a modo de sátira, se cocinaba un crucifijo. En 2011 se procesó al humorista Leo Bassi por una parodia en la que utilizó la figura de Juan Pablo II en el paraninfo de la universidad de Valladolid. En 2018, un juzgado de Madrid abrió diligencias contra el actor Willy Toledo por cagarse en Dios y en la Virgen tras protestar en Facebook sobre la apertura de juicio oral contra tres feministas, que igualmente fueron procesadas por procesionar en Sevilla, en 2014, la imagen de una vulva gigante a la que denominaron “procesión del coño insumiso”. Ese mismo año un joven de Jaén fue condenado a pagar 480 euros por un montaje fotográfico en el que insertó su propia cara en la del Cristo de la Amargura, de un cartel de la Semana Santa jiennense. También El Gran Wyoming y Dani Mateo serían procesados por un chiste sobre la cruz del Valle de los Caídos en el programa televisivo El Intermedio. Otro tanto ocurrió con Sethlas, una drag queen que participaba en el Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria, que se disfrazó de Virgen y de Cristo Crucificado. Son estos algunos ejemplos de procesos judiciales incoados a instancias de dos organizaciones ultra católicas —siempre las mismas—: el Centro Jurídico Tomás Moro y la Asociación de Abogados Cristianos. Y aunque la mayoría de los casos se sobreseen, no dejan de ser un tipo penal caduco, una rémora de la dictadura que limita las libertades democráticas, pues el Código Penal, en otro apartado recoge y condena el delito de odio. Son, qué duda cabe, reminiscencias de aquel régimen que, hace 47 años, llevó a la cárcel al gran Antonio El Bailarín.