La puesta de sol en la Barceloneta llena de un rojo amarillento el entorno de la gran vela que sirve de icono a esa zona de la capital catalana y que se refleja en los grandes ventanales de la suite Extreme WOW del hotel. Acaba de llegar con el maletín de viaje que utiliza cuando va a pasar una única noche fuera de casa. Es domingo y el avión privado de la compañía y el coche que le esperaba a pie de pista le proporcionan la invisibilidad social que busca siempre que necesita para una de sus obligadas citas o para esas horas de soledad personal, lejos del despacho por el que desfilan los problemas de cuatro Continentes. Su propio martirio.
La gran vela de cristal y acero que domina la plaza de la Rosa de los Vientos es uno de los lujos de la cadena Marriot que muy pocos pueden permitirse.
El, sí, desde hace muchos años, más de los que recuerda mezclados con el barroco palacio que le lleva a esbozar una sonrisa mientras tararea una de sus rancheras preferidas. Su compañero de mesa y confidencias, de apoyos mutuos, de consejos para caminar por las pantanosas aguas sobre las que viven, ha hecho el mismo viaje a las arenas del desierto, tan lejos y tan cerca de los conflictos que mueven el mundo. Mejor unirse a los vencedores, ser parte de la victoria y de los cambios ineludibles que ya empezaron sin que apenas unos pocos se dieran cuenta.
Ha sido un día de los más duros de la semana. Unas décimas, unos millones de títulos que cambian de mano en segundos y la barrera del dígito se rompe. La Bolsa y sus algoritmos dominados por los grandes fondos de inversión no dan tregua sobre la debilitada economía española. Su “hoja de ruta” para el futuro, explicada con detalle en Nueva York y Londres, los dos centros neurálgicos de la economía mundial, está convencido de que es el único camino posible para sobrevivir en el canibal mundo empresarial en el que se mueve.
Conoce el juego desde que se convirtiera en uno de los “chicos de oro” del empresariado
Conoce el juego desde que se convirtiera en uno de los “chicos de oro” del empresariado. Participa en el juego que se mueve desde Pekín a San Francisco. Se sabe de memoria cada una de los movimientos que llevan a dar o que te den mate en el tablero de ajedrez en el que aceptó participar y en el que ha pasado de ser un alfil a convertirse en el Rey que se debe proteger en cualquier intercambio de piezas. En los dos palacios madrileños les conocen muy bien, les llaman, les consultan, hasta les protegen en momentos claves.
Duda entre abrir el pequeño y elitista bar que tiene en la habitación o subir a la terraza desde la que se domina el litoral mediterránea y pedir, como ha hecho otras veces, en el Eclipse un Watermelon Martini. Conoce la enorme cama circular situada en el centro que asombra a los huéspedes que pueden pagar el alojamiento de cinco estrellas, con sus azules que juegan con los blancos como si de las propias olas marinas se tratara.
Se mantiene fiel a su costumbre, ya sea en el WOW, en el Four Seasons o el Nobu: deja corbata de suaves tonos grises y pequeñas motas granates, mira su teléfono móvil y decide dejarlo dentro del maletín, también el reloj que le conecta con todo su mundo. Su señal termina allí. Sus próximos pasos serán más seguros, menos rastreables, al menos así lo cree. Se inclina por la segunda de las opciones. No ha visto a nadie conocido, ni es fácil que lo encuentre. Es un ejecutivo más de los muchos que recorren los pasillos curvados de una ciudad entregada a la arquitectura vanguardista heredera de Gaudí y de los espirituales brazos que se elevan en la Sagrada Familia.
Lleva meses repitiendo la misma rutina. Nada mejor en momentos de crisis que estrechar una mano amiga y encontrarse con la media sonrisa que suelo acompañar a su interlocutor, tan impecable como él a la hora de vestir, siempre con el azul oscuro como base de trajes y chaquetas. La edad que les separa no es un obstáculo, más bien todo lo contrario. El tiempo les ha encontrado, a uno en la cumbre que ya había escalado, al otro en plena ascensión. Los dos saben de la fuerza del viento cuando se está en ese vértice en el que coinciden los tres lados equiláteros del poder, el de la economía, el de la política y el de la sociedad, tal vez el más vulnerable pero sin el que desmoronaría el triángulo que mantiene a Occidente.
Sale de la habitación, se guarda la tarjeta magnética y saluda con una inclinación de la cabeza a la camarera de piel tostada, corte de garçon en el pelo y un rostro que le recuerda a las películas de la Nouvelle Vague, aquellas que le hicieron soñar de adolescente con Jean Seberg, una de sus musas a la que una inquietante sobredosis de barbitúricos y desesperación, por el contínuo espionaje al que le sometió el FBI de Edgar Hoover, le condujo a la muerte en el París en el que tanto amó y en el que tanto la amaron.
La estrella que se opuso al poder que emanaba de Washington y de Nueva York se murió mucho antes de que le tocara decir adiós a la vida, igual destino juvenil que el de la Juana de Arco que interpretó dirigida por Otro Preminger. Juegos crueles como los que Françoise Sagan hace protagonizar a la despreocupada y liberal Cecile antes de que se derrumbe envuelta en el gris sudario de la tristeza que cada mañana de invierno dice buenos dias desde el Sena. El encontró a las dos primero en la pantalla y luego en la escritura que inundaba las librerias de la Grand Place de Bruselas.
A veces, mientras el chofer le lleva al despacho, en esas mañanas grises de Madrid, él mismo da los buenos dias a su particular tristeza, la que parece tener plaza fija en su rostro de ángulos oblíquos y ojos que recuerdan el lema de su Universidad: “ Scientia vincere tenebras”. La ciencia vence a las tinieblas , una frase que aplica con constancia del Sagitario zodiacal y la rapidez y astucia para sobrevivir del Conejo chino. Ha decidido que su salud mental está por encima de las noticias, de las crónicas económicas, de los rumores que cruzan de norte a sur ese “patio de Monipodio” que es la Villa y Corte española.
Piensa mejor con una copa en la mano. Una pequeña concesión que se hace también en casa antes de cenar, y esta noche es de las que necesitan preparación, de que los números que están en su cabeza encajen en el puzzle teórico de la IA que avanza como una apisonadora por los ordenadores de todo el mundo.
Las relaciones con el Gobierno han mejorado y mucho desde que se transformó en uno de los augures del futuro tecnológico pasando por La Moncloa. Se siente fuerte, seguro, a salvo de movimientos hostiles en el Consejo o de un asalto financiero desde el exterior. El estado, con mayúsculas, se sienta en su misma mesa. Será una cena muy parecida a la de meses anteriores. Un cara a cara amable, de dos personas que se respetan y se apoyan, que tienen muchas cosas en común pese a la edad que les separa, que conocen los secretos mutuos que se han ido construyendo.
Ninguno ofrecerá la cabeza del otro si llegarán a perdírsela pero su futuro se basa en tiempos diferentes.
Podrían ser el buen padre y el buen hijo hablando de la empresa familiar que han levantado en generaciones, de los familiares que les han ayudado, de lo cerca que, a veces, están el cielo y el Infierno cuando los unos y los ceros se convierten en las armas del viejo engaño que idearon unos siglos antes los hombres que juraron servir a la Monarquía británica. No se engañan, los límites entre los que se mueven les hacen ser prudentes, precavidos. Ninguno ofrecerá la cabeza del otro si llegarán a perdírsela pero su futuro se basa en tiempos diferentes.
El genio de Ricardo Bofill está en cada mezcla de azules y oros que se entrelazan en en los 26 pisos que dejó que construyeran el entonces alcalde socialista Jordi Hereu, un poco menos que las dos Torres que fueron emblema de las Olimpiadas de 1992, cuando el “jefe Serra” se disponía a mandar en España con permiso del otro “jefe”, el que mandaba desde hacía 20 años en la Generalitat de Cataluña y coincidía en misa de domingo con el hombre con el que ya había degustado las últimas creaciones “japonesas” de Carles Abellán, uno de los discípulos de Ferrán Adriá que ya tiene su propia Estrella Michelín en el bolsillo.
Le apasiona la política por los movimientos sónicos que produce en cualquier país con sus ondas gravitacionales tras cada elección en las urnas. El socialismo y la democracia cristiana unidos en la España que los dos conocen muy bien.
Pedirán un sake Junmal Daiginjo de arroz sin alcohol añadido, que es lo que ambos tienen como obligado código de sibaritas cuando de tomarse un shochu de bomato con tempura criujiente se trata. Una delicia que muy pocos cocineros españoles son capaces de hacer y de la que Abellán presume tras conseguir que Michael Philip Jagger, tras cenar en su anterior proyecto de “La Barra”, se quedará a admirar la Harley Davidson con la que recorría Barcelona.
Dos horas más tarde mezcla el agua fría con la caliente, mira la curvada luna que cornea el Mediterráneo, mira el teléfono y llama a casa. Todo sigue tan perfecto como cuando aprendió a leer el otro lado que esconden las fábulas de Samaniego. Ha leído todas, las 157 que creó o tradujo el escritor alavés. Tiene sus preferidas, como la de la cigarra y la hormiga y, sobre todas, la del “Congreso de los ratones” con su sabia moraleja: las buenas ideas no son nada mientras no se llevan a la práctica.
Cruzan los besos y se imagina la sonrisa que aparece en el rostro de su mujer cuando le hace un pequeño resumen de la cena. Todo está bien, tremendamente bien. Pide que le despierten a las seis y media de la mañana. Un desayuno rápido en la habitación. El coche en la puerta y los motores del Gulfstream 650 dispuestos para el viaje de vuelta.
Tiene la misma sensación que le envuelve cuando regresa de una de sus obligadas visitas al Vaticano. Ha cenado con un cardenal laico, que sabe lo que es subir cada uno de los peldaños de la escalera del mando, tan poderoso o más que los que se ponen el capelo, la sotana roja y el roquete blanco con encaje.
En otro punto de la Ciudad Condal, en una de las calles que limitan la Diagonal, una mujer con pantalón vaquero y cazadora de cuero negro se quita la peluca rubia, saca un pincho del bolsillo, introduce la memoria USB en el ordenador y da a la tecla de envío. Un breve parpadeo y la información con las últimas 24 horas del caballero de la suite azul se incorpora a una carpeta digital con su nombre.