La corrupción adopta muchas formas, no sólo la clásica de meter la mano en la caja con la excusa o bajo la cobertura que sea. Es más, me atrevería a decir que esa faceta es casi la menor; entre otras cosas porque es la que con más facilidad antes o después se puede descubrir.
La peor de las corrupciones es la de colaborar con el deterioro en el cumplimiento del deber y de las funciones de instituciones que son vitales para la nación, para la Patria, para su integridad, soberanía, independencia, seguridad y estabilidad política y funcional. Los corruptos existen sólo porque sus colaboradores y subordinados se convierten en cómplices; sea por simple cobardía, coincidencia ideológica, conservación del puesto, promoción, prebendas varias o… por ser recompensado con alguna puerta giratoria tras jubilarse. Sin ellos, sin su complicidad, el corrupto no tendría ninguna opción.
En las Fuerzas Armadas la corrupción existe, claro que sí, y crece porque siendo una institución muy jerarquizadas, los subordinados tienden a confundir la obediencia debida y la disciplina con la vulgar sumisión, olvidando que hay órdenes que ni se deben ni se pueden obedecer, que el superior, el mando, no es omnipotente, que su quehacer debe ajustarse, e incluso más que cualquiera, a la legalidad y al fin último que es el servicio a la Patria, a España, y que el subordinado tiene también la obligación de vigilar que así sea.
La inmensa cantidad de decisiones ilegales, ilegítimas, irresponsables, sectarias y perniciosas que desde hace décadas vienen adoptando los ministros de Defensa –y sus respectivas cortes de adláteres partidistas– no sólo no son protestadas por sus subordinados, sino que las acatan sin rechistar cerrando los ojos e incluso colaborando con entusiasmo, convirtiéndose así en cómplices necesarios de la corrupción y por ello en igualmente corruptos y responsables de ella.
En este orden de cosas, es ya muy larga la relación de Generales, Almirantes y Coroneles a los que cuando les llega la hora de retirarse pasan directamente a formar parte de empresas cuyo volumen de negocio lo es casi exclusivamente con Defensa; para ello siempre consiguen la preceptiva autorización gracias a una interpretación laxa y torticera de la ley de incompatibilidades. Así, los vemos pasar de calentar una silla en Defensa –o en sus varios Cuarteles Generales y otras dependencias militares– a calentar otra como “asesor”, en realidad mero comercial, en alguna de dichas empresas con una triple misión: a) suministrar cuanta información posean, incluso reservada, sobre cómo funciona la concesión de los contratos en Defensa en ese momento, b) cuáles son las personas y departamentos a los que “tocar” y cómo, y c) presionarles gracias, o más bien abusando, de la relación que hasta hacía unos días tenían con ellos.
Ahora bien: ¿contratarían dichas empresas a esos militares si llevaran cinco años retirados y en sus respetivas casas y por lo tanto carentes ya de tales “virtudes”? Ante un mismo producto y contrato ¿qué actitud tomaría el que supiera que la mejor opción para Defensa, para España, no fuera la de su empresa sino la de la competencia? ¿Qué pondría por encima: el interés de las Fuerzas Armadas y de España o el de su empresa y nuevo salario? ¿No es tráfico de influencias el ir y venir, el asediar con llamadas telefónicas o invitaciones diversas a sus hasta hace unos días antiguos subordinados o conocidos con objeto sólo de impulsar los intereses de su nueva empresa y asegurar su comisión? Porque no nos engañemos: bajo el pomposo nombre de “asesor” y con la burda excusa de que sus capacidades demostradas en sus cargos pueden y deben ahora ser aprovechadas en la vida civil, lo que se esconde es esa labor, por un lado, de meros comerciales, y, por otro, de zafios “lobistas” al servicio de intereses empresariales privados que no siempre son los mejores para las Fuerzas Armadas, para España.
Lo último en puertas giratorias lo ha conseguido el Tte. Gral. Fernando López del Pozo quien, gracias a la baja catadura más que demostrada de la actual ministro de Defensa, ha conseguido o aceptado, que nunca se sabe, aunque para el caso es lo mismo, que ésta modifique el organigrama de su ministerio con la única intención de beneficiarle para que pueda seguir en su cargo de director general de Política de Defensa (Digenpol) cuando pase por edad a retirado en el inmediato Abril; para ello ha utilizado el Real Decreto recién emitido, otro más de este desGobierno, para el Desarrollo del Nuevo Centro de Sistemas y Tecnologías de la Información y las Comunicaciones para establecer que a partir de ahora el cargo de Digenpol, que era exclusivo para funcionarios –siempre lo han ocupado militares o algún diplomático–, pueda ser ocupado por personas sin dicha consideración.
El caso de este nuevo tipo de puerta giratoria es trascendental, primero, porque abre la vía y sienta precedente a que no sólo sean empresas las que acojan a Generales, Almirantes y Coroneles recién retirados –¿y les premien durante algún tiempo?–, sino a que se pueda cambiar la ley, las normas, a capricho del que se va a retirar para así pagarle los “servicios prestados” prolongando su estancia. Segundo, y más y peor aún, porque la prebenda a este particular General abre la vía a que un cargo más en Defensa, y ya son muchos, pase a ser mañana ocupado por otro sectario y paniaguado miembro del partido del ministro de turno.
La corrupción no es sólo meter la mano en la caja. La corrupción es como la Hidra de Lerma, policéfala y capaz de regenerar una forma en otras muchas cada vez más sutiles e insidiosas –y por ello peligrosas– con las que todo, también nuestras Fuerzas Armadas, como nuestra Patria, España, todo lo carcome y destruye. Por ende, las corruptas puertas giratorias en las Fuerzas Armadas han conseguido otro efecto demoledor de su unidad y cohesión que es el de que en ellas hace mucho que sus componentes esperan del favor tanto como temen de la arbitrariedad.