Iglesias Portal, el juez que condenó a José Antonio
martes 24 de septiembre de 2019, 10:57h
El nombramiento de Eduardo Iglesias Portal (protagonista de mi último libro que lleva el mismo título que este artículo, editado por Actas, y que acaba de salir a la venta), en el proceso seguido contra José Antonio Primo de Rivera y otros,
En la sala de Audiencias de la Prisión Provincial de Alicante en noviembre de 1936, como magistrado del Tribunal Supremo, fue una maniobra diseñada por los responsables republicanos para dar a la causa el sello de autenticidad que el proceso necesitaba. La designación de este magistrado obedeció al interés de los responsables de la Justicia de situar a un peón de máxima confianza en uno de los asuntos más desafiantes, y menos transparentes, de aquellos años. Cuando Iglesias Portal fue designado presidente del Tribunal Popular, en el proceso celebrado los días 16 y 17 de noviembre de 1936, era ya el juez estrella, y a diferencia de los otros dos magistrados, el instructor Federico Enjuto Ferrán, y el fiscal, Vidal Gil Tirado, Iglesias representaba el sosiego y la firmeza, no se dejaba envolver por las minucias del cargo y tenía su vida personal resuelta en lo económico y en lo material.
Se tiene por cierto que José Antonio estaba condenado desde antes de celebrarse la vista, y de que su sentencia vino dictada desde otras esferas políticas ajenas a las de la propia Administración de la Justicia, e incluso, al jurado popular reunido en aquella Prisión de Alicante. La crítica casi unánime de los responsables de la izquierda, por la ejecución de José Antonio, no fue más que una maniobra mediática también para esconder la responsabilidad de los líderes de los partidos más radicales del Frente Popular (a excepción de Largo Caballero, que presidía el Gobierno, y que no eludió compromiso alguno en la decisión de no conmutar la pena de muerte), quienes durante los meses previos, no movieron un dedo por resolver la irreversible situación en que se encontró el acusado. No hace falta recordar que José Antonio había sido detenido meses atrás y fue objeto de una cascada de acusaciones que le impidieron salir de prisión ni si quiera unas horas, hasta su traslado definitivo a Alicante, donde fue juzgado, condenado y ejecutado.
Por ello, considero que la participación de Iglesias Portal en aquel proceso no tuvo otro objetivo que el de dar transparencia a un acto que en realidad fue más un ensañamiento personal contra el fundador de Falange Española que la celebración de un juicio para depurar las responsabilidades políticas por su comportamiento. Y la competencia del magistrado, en el veredicto final, se diluyó entre las del resto de los jurados, algunos de cuyos miembros, que se dejaron entusiasmar por el discurso del procesado, tuvieron que rectificar sus preferencias ante la presión de sus partidos y sindicatos, según nos cuentan los historiadores. ¿Si, realmente, la opinión del magistrado no influyó en la decisión del jurado, qué papel le quedaba, entonces a Iglesias Portal?, sin duda la de firmar con su participación en aquella parodia un selo de veracidad ante la falta de transparencia y la gravedad del resultado.
La Ley de Jurados Populares establecía el número de 14 miembros, dirigidos por un profesional, a razón de dos por cada partido y sindicato pertenecientes al Frente Popular. Quedaba, pues, poco margen de defensa para cualquier procesado ideológicamente ajeno al propio Frente Popular. Es decir, el control político sobre la Justicia, que fue uno de los objetivos de los responsables del Frente Popular desde que se instauró el régimen republicano.
Uno de los pulsos más enconados que tuvieron lugar durante la Segunda República española fue, precisamente, el control del poder Judicial; sirva como ejemplo la reforma de la Administración de Justicia ordenada por Decreto del 15 de abril de 1931, al día siguiente de instaurarse el nuevo régimen político. Sin embargo, ha pasado prácticamente desapercibido el empeño con que los republicanos de uno y otro signo se emplearon en ello, y prácticamente, los historiadores de ese periodo apenas si se refieren al control que desde los distintos gobiernos trataron de ejercer los políticos de turno. El peligro lo vio el joven ministro Federico Salmón Amorín (Alicante 1900-Paracuellos del Jarama 1936), conocido por la Ley Salmón contra el paro, ministro de Justicia por breves periodos en el Gobierno de Chapaprieta, que entendió la necesidad de “aflojar” la tensión política que atenazaba a la Justicia y procedió a recomponer las Salas del Tribunal Supremo, después de despolitizar los jurados mixtos establecidos en 1932 por Largo Caballero. La polémica decisión afectó a varios magistrados, entre ellos, a Iglesias Portal que sería destinado a la Sala Tercera, encargada de lo contencioso-administrativo. La reforma emprendida por Salmón Amorín no era un capricho, porque en aquellos años, muchos líderes socialistas estaban procesados por su participación en la Revolución de 1934, entre otros, el propio Largo Caballero. Pero los resultados electorales, con la manipulación incluida por parte del Frente Popular de los comicios celebrados en febrero de 1936, dieron al traste con la reforma de Federico Salmón, y los magistrados que así lo quisieron, volvieron a sus Salas de origen. Iglesias Portal, por supuesto, regresó a la Segunda.
Comprometido políticamente con el régimen republicano, amigo personal y protegido de Álvaro de Albornoz, Iglesias Portal era en 1936 un magistrado conocido por el gran público. Siendo titular del juzgado de Instrucción de la Izquierda, en Córdoba en 1924, se enfrentó al Directorio Militar por una cuestión aparentemente técnica, sobre si llevar el asesinato de los funcionarios de Correos, del tren Expreso de Andalucía, por la legislación ordinaria o por la militar, como proponía el Directorio; éste enfrentamiento, que duró unos quince días, fue más bien un posicionamiento político que técnico; más tarde, tras su ascenso al Tribunal Supremo, por designación de sus responsables sería nombrado juez especial para instruir el sumario por el golpe de Estado del general Sanjurjo, sobre los sucesos ocurridos en Madrid y Alcalá de Henares, mientras que para investigar lo ocurrido en Sevilla, el tercero de los escenarios donde tuvo efecto el golpe, fue nombrado el también magistrado del Tribunal Supremo Dimas Camarero.
Sin ánimo de buscar comparaciones, que no las hay, resulta también curioso cómo la designación de Iglesias Portal, horas más tarde de hacerse público el asesinato del líder de la minoría católica en el Congreso, José Calvo Sotelo, para hacerse cargo de la investigación, desplazó al juez titular del Juzgado número 3 de Primera Instancia, Ursicino Gómez Carbajo, cuya trayectoria, por otra parte, no era tampoco sospechosa en cuanto a su identificación con la Segunda República. Sin embargo, la presencia de Eduardo Iglesias en aquella investigación, en la que estaban implicados importantes miembros de los servicios de Seguridad del Estado, y de la famosa «Motorizada», que hacía también labores de guardaespaldas de Indalecio Prieto, vendría a validar el presunto interés de las autoridades por aclarar aquel crimen, cuyas pesquisas, al margen del robo del sumario a fuerza de fusil en el propio edificio del Tribunal Supremo, los acontecimientos de la Guerra Civil relegaron a un segundo plano, no resolviendo el régimen aquel crimen de Estado que habría exigido responsabilidades en las altas esferas políticas.
Aún reservarían las autoridades otra actuación estelar del magistrado Iglesias Portal en el juicio a que fueron sometidos los miembros de la cúpula del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), detenidos tras los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona y juzgados catorce meses más tarde. Esta vez, el magistrado ya era presidente del Tribunal de Alta Traición, Espionaje y Derrotismo y, en su favor, y siguiendo opiniones de algunos militantes del POUM, destaca la firmeza de su carácter, una vez más, contra la opinión de Juan Negrín, embaucado por los estalinistas en aquella frenética persecución al trotskismo que en España representaba el partido liderado por el desaparecido -desparecido por ellos, por los comunistas partidarios de Stalin- Andreu Nin.